Un hombre de mediana edad esperaba el jueves a unos 300 metros del portón metálico de la entrada del aeropuerto de Kabul, controlado por las fuerzas estadounidenses. Es la única salida del país. No hay otra. El hombre, con un impecable inglés, le preguntó a un periodista extranjero qué tenía que hacer para llegar ahí. Entre él y esa puerta se interponían cientos de personas, tal vez un millar, tan desesperadas como él por escapar. Más allá, unos soldados afganos servían de primera barrera armados con palos y bastones para impedir avalanchas. El embudo acababa en un paso estrecho por el que se pasaba de uno en uno. El periodista miró al hombre y al resto de su familia, una mujer, una hija de unos 15 años, y dos hijos pequeños, todos con pequeñas mochilas, y le aconsejó: “Tiene que ir a por todas. Atravesar eso como sea”.
El periodista le dio el mismo consejo que un funcionario de la Embajada irlandesa le había dado a un amigo suyo de la misma nacionalidad que, después de intentar el miércoles, durante el día entero, entrar en el aeropuerto de Kabul, después de recibir empujones y golpes y de haberse peleado con un afgano que también estaba en la cola, desistió. Por eso llamó al contacto de la embajada y le preguntó si había otra manera de entrar. El contacto le respondió con la frase: “Hay que ir a por todas. No hay otra forma”.
Finalmente, el padre de familia miró con poco ánimo hacia el portón. Daba la impresión de que no se veía con ánimo de meterse ahí dentro con su familia a empujar y a pelearse hasta llegar lo más cerca posible del final del embudo. Tal vez mañana estaría mejor…
El aeropuerto de Kabul, más en concreto ese acceso norte, se ha convertido en un monstruoso cuello de botella. Cada día acuden ahí miles de personas para tratar de acceder al recinto desde el que podrán tomar un avión. El calor es asfixiante. No hay sombra. Ni agua, ni comida.
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Además, desde el jueves, los soldados estadounidenses han dejado la labor más ingrata —dispersar a palos a la gente cuando la situación se convierte en insostenible— a miembros del ejército afgano que se refugiaron en el aeropuerto tras su derrota frente a los talibanes. No hay listas, ni ningún medio de control numérico, ni nadie que organice nada. Solo existe la suerte de llegar en un momento en el que se produzca una brecha y avanzar. O ganarte el lugar a base de robárselo a los otros. Hay muchas personas que, cargadas de niños, llegan por la mañana y se van por la noche sin conseguir avanzar nada. Otros que desisten porque sus hijos pequeños no pueden más de hambre, de sed y de cansancio. Los primeros días, el lunes y el martes, los soldados estadounidenses utilizaban para tratar de calmar a los miles de personas agolpadas pistolas y escopetas armadas con bengalas o pequeños cohetes. El ruido espantaba a los niños, que se echaban a llorar.
Desde que el ejército afgano se encarga de custodiar el acceso al portón, es aún peor: utilizan fusiles con balas de verdad. Ya se han producido varios muertos en los últimos días.
En medio de este caos, un señor de unos 70 años, junto con su esposa, que caminaba con un bastón, también dudaba. Aseguraban que habían trabajado en San Diego, en EE UU, que tenían todos los papeles en regla. Pero no había forma de que, a su edad, pudiesen meterse en esa masa de personas que se empujaban y se agredían para tratar de llegar al final de la cola.
Hay quien va con un visado en regla. Otros llevan un diploma de haber trabajado durante un tiempo en una empresa extranjera. Otros muestran un correo electrónico en el que se dice, simplemente, que la petición para poder salir se está tramitando desde cualquier Gobierno extranjero. El miércoles, un hombre con pasaporte afgano se lo mostró a un soldado, pero en el lugar equivocado de la cola y el soldado se lo arrojó a la cara. Los soldados, para controlar la multitud, insisten una y otra vez en que se sienten, en que se acurruquen al sol, en que no se muevan. Mientras, todos escuchan el ruido de los aviones que despegan desde el aeropuerto, incluso por la noche.
El jueves, para proteger aún más el acceso, el Ejército afgano colocó alambre de espino. Entre el paso que sirve de embudo y la multitud. Un hombre que avanzaba con su hijo pequeño tropezó y, para que su hijo no se hiriera, se interpuso entre el alambre y él. Se enganchó la manga, se hizo daño en la mano. Nada grave. Nadie sabe si ha habido más heridos.
Un gran atasco
Por la noche la marea de personas que afluye remite algo. Pero no del todo. Un afgano con pasaporte estadounidense aseguraba el jueves que llevaba tres días llegando a las cuatro de la mañana y que siempre había personas ya esperando para pasar.
De hecho, acceder al lugar donde se espera ya es casi un milagro. La carretera de acceso al aeropuerto siempre está atascada. Hay que ir en taxi y acercarse todo lo que se pueda. Desde ahí, caminar, con las maletas, las bolsas y los niños encima.
Hay otro acceso, pero ese está más controlado por los talibanes. Hasta hace unos pocos días se encontraba menos lleno de solicitantes, pero ahora casi está tan abarrotado como el de la puerta norte. Una señal de que cada vez acude más gente al aeropuerto, de que cada vez cunde más la desesperación y la urgencia por salir del país. A veces, los que quieren escapar por esta puerta se aprovechan de que los guardias talibanes se distraen porque piden los papeles a otro o porque miran a otro lado y entonces corren para llegar al acceso controlado por soldados daneses o ingleses. Pero no es fácil. Y se arriesgan a que los talibanes les descubran y les apaleen como castigo. Escapar de Kabul es como jugar a un macabro tipo de escondite.
Ni siquiera es fácil llegar al atasco que conduce a la entrada: “Los talibanes no solo controlan las vías de acceso al aeródromo, sino que patrullan las calles, hay controles aleatorios, y la gente tiene miedo de ser interceptada con sus familias y no siempre ven seguro acudir a los puntos de encuentro”, explican fuentes cercanas al dispositivo de evacuación español, que añaden que “las comunicaciones telefónicas son muy malas y fallan”. Entre los colaboradores que quieren ser evacuados hay personal de todo tipo: “Conductores, secretarias, traductores, personal local, gente que trabajaba en proyectos europeos de desarrollo de la agricultura, de promoción de la mujer, de higiene y sanidad…”, informó Patricia Ortega Dolz.
El País.